Evangelio Domingo Solemnidad de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María
Aconteció que. en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo y levantando la voz, exclamó:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».
María dijo:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor, “se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava”.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mi: “su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”.
Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia” - como lo había prometido a “nuestros padres” - en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».
María se quedó con Isabel unos tres meses y volvió a su casa.
En la solemnidad de hoy de la Asunción de la Beata Virgen María, el pueblo santo y fiel de Dios expresa con alegría su veneración por la Virgen Madre. Lo hace en la liturgia común y también con mil formas diferentes de piedad; y así la profecía de María misma se hace realidad: «desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lucas 1, 48). Porque el Señor ha puesto los ojos en la humildad de su esclava.
La asunción en cielo, en alma y en cuerpo es un privilegio divino dado a la Santa Madre de Dios por su particular unión con Jesús. Se trata de una unión corporal y espiritual, iniciada desde la Anunciación y madurada en toda la vida de María a través de su participación singular en el misterio del Hijo. María siempre iba con el Hijo: iba detrás de Jesús y por eso nosotros decimos que fue la primera discípula.
La existencia de la Virgen se desarrolló como la de una mujer común de su tiempo: rezaba, gestionaba la familia y la casa, frecuentaba la sinagoga… Pero cada acción diaria la hacía siempre en unión total con Jesús. Y sobre el Calvario esta unión alcanzó la cumbre en el amor, en la compasión y en el sufrimiento del corazón. Por eso Dios le donó una participación plena en la resurrección de Jesús. El cuerpo de la Santa Madre fue preservado de la corrupción, como el del hijo.
La Iglesia hoy nos invita a contemplar este misterio: este nos muestra que Dios quiere salvar al hombre por completo, alma y cuerpo. Jesús resucitó con el cuerpo que había asumido de María; y subió al Padre con su humanidad transfigurada. Con el cuerpo, un cuerpo como el nuestro, pero transfigurado.
La asunción de María, criatura humana, nos da la confirmación de nuestro destino glorioso. Los filósofos griegos ya habían entendido que el alma del hombre está destinada a la felicidad después de la muerte. Sin embargo, despreciaban el cuerpo —considerado prisión del alma— y no concebían que Dios hubiera dispuesto que también el cuerpo del hombre estuviera unido al alma en la beatitud celestial. Nuestro cuerpo, transfigurado, estará allí. Esto —la «resurrección de la carne»— es un elemento propio de la revelación cristiana, una piedra angular de nuestra fe.
La realidad estupenda de la Asunción de María manifiesta y confirma la unidad de la persona humana y nos recuerda que estamos llamados a servir y glorificar a Dios con todo nuestro ser, alma y cuerpo. Servir a Dios solamente con el cuerpo sería una acción de esclavos; servirlo solo con el alma estaría en contraste con nuestra naturaleza humana. Un gran padre de la Iglesia, hacia el año 220, san Ireneo, afirma que «la gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios» (Contra las herejías, iv, 20, 7). Si hubiéramos vivido así, en el alegre servicio a Dios, que se expresa también en un generoso servicio a los hermanos, nuestro destino, en el día de la resurrección, será similar al de nuestra Madre celestial. Entonces se nos dará la oportunidad de realizar plenamente la exhortación del apóstol Pablo: «Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Corintios 6, 20) y lo glorificaremos para siempre en el cielo.
Recemos a María para que, con su intercesión maternal, nos ayude a vivir nuestro día a día con la esperanza de poder alcanzarla algún día, con todos los santos y nuestros seres queridos, todos en el paraíso.
Oración:
Jesús, me uno a tu inmensa alegría al abrazar a María, cuando llegó en cuerpo y alma a participar de tu eterna gloria. Vivo con la esperanza de estar contigo y con la Madre, después de mi paso por este mundo, siguiendo su ejemplo de fe, de amor, de pureza. Mientras llega ese día, el más importante de mi vida, con María proclamo la grandeza del Señor y me alegro con Dios mi Salvador.
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