Evangelio XIII Domingo del tiempo ordinario
Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia:
«Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva».
Se fue con él y lo seguía mucha gente.
Llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle:
«Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?».
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga:
«No temas; basta que tengas fe».
No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encuentra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos y después de entrar les dijo:
«¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida».
Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo:
«Talitha qumi» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»).
La niña se levanto inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor.
Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (cf. Marcos 5, 21-43) presenta dos prodigios hechos por Jesús, describiéndolos casi como una especie de marcha triunfal hacia la vida.
Primero el Evangelista narra acerca de un cierto Jairo, uno de los jefes de la Sinagoga, que va donde Jesús y le suplica ir a su casa porque la hija de doce años se está muriendo. Jesús acepta y va con él; pero, de camino, llega la noticia de que la chica ha muerto. Podemos imaginar la reacción de aquel padre. Pero Jesús le dice: «No temas. Solamente ten fe» (v. 36). Llegados a casa de Jairo, Jesús hace salir a la gente que lloraba —había también mujeres dolientes que gritaban fuerte— y entra en la habitación solo con los padres y los tres discípulos y dirigiéndose a la difunta dice: «Muchacha, a ti te digo, levántate» (v. 41). E inmediatamente la chica se levanta, como despertándose de un sueño profundo (cf. v. 42).
Dentro del relato de este milagro, Marcos incluye otro: la curación de una mujer que sufría de hemorragias y se cura en cuanto toca el manto de Jesús (cf. v. 27). Aquí impresiona el hecho de que la fe de esta mujer atrae —a mí me entran ganas de decir «roba»— el poder divino de salvación que hay en Cristo, el que, sintiendo que una fuerza «había salido de Él», intenta entender qué ha pasado. Y cuando la mujer, con mucha vergüenza, se acercó y confesó todo, Él le dice: «Hija, tu fe te ha salvado» (v. 34). Se trata de dos relatos entrelazados, con un único centro: la fe, y muestran a Jesús como fuente de vida, como Aquél que vuelve a dar la vida a quien confía plenamente en Él. Los dos protagonistas, es decir, el padre de la muchacha y la mujer enferma, no son discípulos de Jesús y sin embargo son escuchados por su fe. Tienen fe en aquel hombre. De esto comprendemos que en el camino del Señor están admitidos todos: ninguno debe sentirse un intruso o uno que no tiene derecho. Para tener acceso a su corazón, al corazón de Jesús hay un solo requisito: sentirse necesitado de curación y confiarse a Él. Yo os pregunto: ¿Cada uno de vosotros se siente necesitado de curación? ¿De cualquier cosa, de cualquier pecado, de cualquier problema? Y, si siente esto, ¿tiene fe en Jesús? Son dos los requisitos para ser sanados, para tener acceso a su corazón: sentirse necesitados de curación y confiarse a Él. Jesús va a descubrir a estas personas entre la muchedumbre y les saca del anonimato, los libera del miedo de vivir y de atreverse. Lo hace con una mirada y con una palabra que los pone de nuevo en camino después de tantos sufrimientos y humillaciones. También nosotros estamos llamados a aprender y a imitar estas palabras que liberan y a estas miradas que restituyen, a quien está privado, las ganas de vivir.
En esta página del Evangelio se entrelazan los temas de la fe y de la vida nueva que Jesús ha venido a ofrecer a todos. Entrando en la casa donde la muchacha yace muerta, Él echa a aquellos que se agitan y se lamentan (cf. v. 40) y dice: «La niña no ha muerto; está dormida» (v. 39). Jesús es el Señor y delante de Él la muerte física es como un sueño: no hay motivo para desesperarse. Otra es la muerte de la que tener miedo: la del corazón endurecido por el mal. ¡De esa sí que tenemos que tener miedo! Cuando sentimos que tenemos el corazón endurecido, el corazón que se endurece y, me permito la palabra, el corazón momificado, tenemos que sentir miedo de esto. Esta es la muerte del corazón. Pero incluso el pecado, incluso el corazón momificado, para Jesús nunca es la última palabra, porque Él nos ha traído la infinita misericordia del Padre. E incluso si hemos caído, su voz tierna y fuerte nos alcanza: «Yo te digo: ¡Levántate!». Es hermoso sentir aquella palabra de Jesús dirigida a cada uno de nosotros: «yo te digo: Levántate. Ve. ¡Levántate, valor, levántate!». Y Jesús vuelve a dar la vida a la muchacha y vuelve a dar la vida a la mujer sanada: vida y fe a las dos.
Pidamos a la Virgen María que acompañe nuestro camino de fe y de amor concreto, especialmente hacia quien está en necesidad. E invoquemos su maternal intercesión para nuestros hermanos que sufren en el cuerpo y en el espíritu.
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